Atenuación y énfasis

Imagine un zumbido más o menos indefinido (y disculpe usted este comienzo tan inexacto: "imagine un zumbido"; pero aproveche para notar que, si bien nuestro idioma tiene un verbo para la acción de representarse una imagen en la mente, carece de uno para la de representarse así un sonido). Repito: imagine un zumbido más o menos indefinido. Puede ser eso que se llama "el rumor del viento" o "el ruido del mar". Son los sonidos que se me ocurren ahora más próximos a algo que técnicamente se llama "ruido blanco". Es curioso: recibe ese nombre por analogía con la luz blanca, y fíjese que tenemos aquí, otra vez, una sinestesia. Como la luz blanca es el resultado de la combinación de todas las frecuencias en que ondula la luz, se le da el nombre de "blanco" a aquel ruido en el que se presentan indiferenciadas todas las frecuencias en que ondula el sonido. Y ahí está la naturaleza del rumor del viento, del ruido del mar: todos los sonidos que los componen tienen más o menos la misma intensidad y son, en consecuencia, indiferenciables. Imagine ahora que mediante algún artificio cuya mecánica no nos interesa (y no estaría mal suponer un arte de magia), usted pudiera enfatizar algunas frecuencias y atenuar otras, haciendo que sea posible diferenciarlas. Ninguna de ellas habría desaparecido, pero se habrían colocado en alguna relación peculiar y se habrían combinado para hacer audible un fenómeno que merece por fin un nombre netamente acústico: el timbre. Timbre es el nombre que recibe la peculiar forma en que se organizan un conjunto dado de sonidos de diferentes frecuencias, que en ese caso reciben el nombre de "armónicos" (y note que es recién al hablar de timbres que nuestro idioma empieza a tener, para las cosas que se perciben con los oídos, nombres de los que hemos logrado olvidar su naturaleza de metáforas). Se trata en suma de lo que le permite a usted decir "es el viento que trae la voz de mi padre", "esto es el sonido de mis pasos sobre el asfalto", "esto es el tamborileo de mis dedos sobre el plástico negro del teclado", "ese es el ruido de unos cristales que se rompen", "aquél es el llanto de mi hija", "eso que surge del mar es el canto de las ballenas". Inspirada por el canto de las ballenas, su magia puede devenir selectiva y lograr que se destaquen ciertos armónicos que guardan entre sí relaciones curiosas que la matemática ha sabido describir. A partir de ese momento, le será posible apreciar una propiedad del sonido que se llama "altura" (y hago otro inciso para anotar la esquiva naturaleza del sonido, que a la primera de cambios vuelve a resistirse a ser nombrado sino a través de notorias metáforas). Estas alturas corresponden a eso que, si le tocó sufrir una clase de solfeo en la escuela, quizás recuerde que recibe nombres como "do", "fa" o "si bemol". Como vé, lo que está usted haciendo mediante arte de magia es hacer surgir el orden a partir del caos. Si usted lograra atenuar al máximo todos los armónicos menos uno, habría logrado una nota pura: el sonido más parecido a eso lo produce el artefacto llamado diapasón. Si sigue ese camino, logrará atenuar todas las frecuencias hasta colocarlas por debajo de su capacidad de percibirlas.

Habría creado usted el silencio.

Lo interesante es que tanto la nota pura, sin armónicos, como el silencio absoluto constituyen dos manifestaciones de una misma improbabilidad: el silencio es un fenómeno estadísticamente tan improbable como la nota pura. Para que hayan tanto notas puras como silencios es necesario un trabajo que contrarreste la tendencia hacia ese estado de máxima desorganización en el que todos los armónicos posibles suenan más o menos por igual, el ruido blanco.

El silencio, entonces, es una de las formas en que luchamos contra la entropía.