Mostrando entradas con la etiqueta amqs. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta amqs. Mostrar todas las entradas

Miedo

Miedo a perder. Miedo a perder un poco más. Miedo a no saber qué hacer. Miedo a saber qué hacer y no poder. O no querer. Y volver a perder. Miedo a recordar solo lo malo. Miedo a caer. Y a recaer. Miedo.

Miedo a olvidarme aún más de mí. Miedo a no saber escapar de mí. Miedo a arruinarme la vida.

Miedo a no saber sujetarme. Miedo a no ser capaz de construirme. Miedo a no ser.

Miedo a los insectos, a no salir adelante, a las calles oscuras, al silencio.

Miedo a enfrentarme al miedo y morirme de miedo.

Miedo al miedo.

Escandalizada

Últimamente me paso los días escandalizada por todo lo que no ocurre.

El día en que mi madre perdió la paciencia

Recuerdo aquella mañana en la que yo estaba en la cocina y apareció ella con mi padre detrás, para decirme que no se encontraba bien, que se iban al hospital porque le había salido un bulto en el cuello. Yo se lo miré, no noté nada raro, y esa noche me fui de marcha con mis amigos. Después tuve remordimientos de conciencia por haberlo hecho.

Recuerdo que se establecieron unos turnos de hospital. Recuerdo que yo me pasaba las horas que me tocaban sentada en la ventana observando las montañas de la sierra porque no sabía de qué hablar con ella y ella no parecía tener ganas de hacerlo conmigo.

Pasaron los días, también los meses, y aquel silencio pasó a ser sustituido por contestaciones ariscas que lo que me transmitían era que ella no me quería ver allí. Le costaba que la viera enferma. Le dolía. Su mirada al verme entrar por la puerta de aquella habitación se convirtió en algo muy duro de soportar. Así que me acostumbré a no mirarle a la cara, a entrar saludando con una sonrisa, siempre con la vista hacia el horizonte, hacia aquellas montañas. Pero aquello no cambiaba en absoluto tanto dolor.

En esa época fue cuando empecé a preocuparme de verdad. Antes me había pasado las noches de juerga con mis amigos por no querer mirar. Después tuve remordimientos de conciencia por haberlo hecho.

Yo sabía que tanto mi padre, como ella, como mis hermanos, trataban de protegerme escondiéndome cualquier información, y yo tampoco tenía agallas suficientes para preguntar. Pero el hospital ya se había convertido en parte de nuestra rutina, de nuestra vida, y nunca escuchaba a nadie de la familia un mínimo comentario del que intuir que aquello fuese a cambiar.

A veces, con la excusa de salir a fumar, bajaba en busca de mi coche, me encerraba en él, y lloraba desconsoladamente. Se me debía notar mucho porque en seguida ella empezó a dejarme fumar en la habitación, asomada a la ventana, echando el humo hacia afuera. Entonces lloraba desconsoladamente en el coche cuando se terminaba mi turno. A veces tanto, que se me hinchaban los ojos y tenía que esperarme una hora para poder ser capaz de conducir. Entonces conducía sin rumbo durante un par de horas, o hasta que se me dejara de notar que hubiera estado llorando. Porque en casa estaba mi padre y tampoco quería que él me viera.

Mi padre por aquel entonces se convirtió en una sombra. Caminaba encorvado, y se centraba en hacer recados, todos relacionados con alguna posible mejora en la comodidad de mi madre. Le compraba almohadas, revistas, camisones, zapatillas y libros, muchos libros... y ella siempre estaba enfadada porque no podía leer.

Una de mis tías vino a Madrid a verla y le cortó el pelo porque ya se le empezaba a caer. Creo que a partir de ese día todos la odiamos un poco.

Le compraron unos gorritos de lana y la pobre estaba rarísima, pero a ella le gustaba. No quería llevar peluca. Estaba ya tan delgada, se la veía tan pequeñita... Recuerdo sus piernecitas asomando por el camisón, colgando como las de una niña pequeña cuando se sentaba en la cama.

Entonces comenzó a darme órdenes: "tráeme tu libro de Literatura española, que se me están olvidando las cosas." Mi hermano Luis comenzó a leerle durante su turno un libro de Luis Landero en voz alta, y yo me sentía celosa en silencio porque conmigo no era capaz de compartir nada así.

Entonces sus órdenes cambiaron: "Tienes que dejar de fumar". "Estudia, trabaja, sé una mujer culta, completa, independiente. Jamás dependas de un hombre. Y escribe, escribe. Sé que llegarás a publicar". Yo le contestaba que sí a todo sin darle mucha importancia, hasta el día en que me dijo: "Cuida de tu padre. Tienes que conseguir que no coma cosas fuertes, que se cuide el estómago, que lo tiene delicado...". Antes de que terminará aquella frase, recuerdo que me tuve que salir al pasillo a respirar. Me estaba ahogando. Porque mi madre se estaba despidiendo.

Comenzaron a darle "permisos". La dejaban quedarse en casa algunos días seguidos. Entonces se pasaba las horas sentada en el sofá del salón. Nunca estaba de buen humor. Nos hizo quitar algunos cuadros porque le parecían macabros o tenebrosos, y la verdad es que alguno lo era. Un día me pidió que la llevara en coche al Parque del Oeste, y nada más llegar y salir del coche me dijo que la llevara de nuevo a casa. Me sentí fatal, me acababa de sacar el carnet, y me sentía útil haciéndole de conductora. Me hizo mucha ilusión que le apeteciera pasar tiempo conmigo en el parque, Luis le leía libros en voz alta y yo la llevaba de paseo. Pero no, aquello no funcionó tampoco.

La comida le daba asco, también ciertos olores. Parecía como si se hubiera sensibilizado contra todo y todo le sentara mal.

Después volvió al hospital y poco a poco fue empeorando. El día que la cambiaron de planta y tuve que entrar con una especie de bata azul, el pelo recogido en un gorro y los pies en una especie de pantuflas, todas del mismo color, ese día la mirada que me lanzó a verme entrar desde la cama fue como si me hubiera disparado un dardo directo al corazón. Aquel día me morí un poco. Y a partir de entonces las visitas se hicieron cada vez más duras.

Aquel era un hospital militar. Estaba lleno de soldados, y dos veces al día pasaba una monja a visitar cada habitación. Recuerdo que, para mi sorpresa, se llevaba bien con ella. Porque mi madre había llegado a ese punto en el que le decía a cada uno lo que se le pasaba por la cabeza. Y casi siempre eran verdades difíciles de manejar. Parecía una niña grande. De hecho, al cura del hospital sí le tuvimos que prohibir entrar. Hubiera sido capaz de lanzarle un vaso a la cabeza al verle asomar por la puerta.

La enfermedad le agrió el carácter. Mi madre había perdido la paciencia.

Una mañana sonó el teléfono de casa. Contestó mi hermano y con solo una mirada supe que había llegado el momento. Que nos íbamos al hospital. Cogí el coche, a mitad de camino una mujer me dio un golpe con el suyo por detrás, pero ni paré. Recuerdo que iba por la M30 a una velocidad muy superior a la permitida y mi hermano se tenía que agarrar en las curvas para no caerse encima de mí.

Entramos en el hospital a toda prisa. Subimos en el ascensor, y allí estaba mi padre, absolutamente desencajado. Quise entrar en la habitación, pero mi padre me lo trató de impedir. Le solté el brazo, entré, y me dijo mi tía, sentada junto a ella, que me saliera, que mejor no recordase así a mi madre. Le dije que saliera.

Mi madre estaba delirando. Me senté a su lado. Le agarré la mano. Se la comí a besos. Susurraba cosas, se movía, le daban como pequeños espasmos de vez en cuando. No fui capaz de decirle lo que le quería decir hasta que supe que ella no me entendía. "Mamá, no te mueras. Por favor, mamá. Mamá. No te mueras". Recuerdo que al escuchar mi propia voz, me di cuenta de que aquella sería la última vez en mi vida que pronunciaría la palabra "mamá".

No le vi entrar, pero mi tío se había sentado silenciosamente a mi lado. Me incorporé, la besé por toda la cara, la abracé. Sentí su cuerpo caliente. Su olor. Ese olor que nunca volvería a sentir. "Mamá, por favor, no te mueras". "Te quiero con locura". Entonces, con un movimiento brusco se destapó del todo. Estaba desnuda. Mi tío se levantó. Nos miramos y me dijo en voz baja: "Ya está. Se ha terminado.". Fue como si al terminar con el pudor, hubiera dicho: "hasta aquí hemos llegado".

A los pocos minutos, mi madre había dejado de existir.

tiempo

Me está entrando prisa. O más bien, miedo a ver cómo se me está escapando el tiempo entre los dedos. Mañana miraré a ese miedo a los ojos y lo espantaré de un guantazo. Mientras tanto, seguiré planeando hacer todo aquello en lo que pienso cada día y después nunca llevo a cabo.

Brennan




Digo!




Esta mañana he bajado a la asamblea de interbarrios del 15M, en la plaza del Dos de Mayo. Había muy poca gente, y eso que hacía un solazo que no veíamos por aquí desde hace muchos días. En realidad, creo que solo estaban las asambleas de Malasaña, la del Barrio de las Letras y Austrias, que se han juntado, y no sé si alguien de la de Chamberí. No lo sé... me distancié mucho del 15M hace tiempo, pero como ahora hay una parte cada vez más interesante que se ha radicalizado en cuanto a pulso, y se ha organizado, como la PAH y la Oficina de Madrid Vivienda, pues me he bajado a la asamblea.



He llegado tardísimo, porque antes me he dado una vuelta, he hecho la compra, y me he currado unas lentejas. Así que cuando he llegado, ya estaban hablando del edificio rekuperado en el barrio para familias en Corredera. Y estaba M. Que vive en él, es una de las vecinas a las que hemos parado su desahucio recientemente dos veces, pero ahora se encuentra en situación de riesgo, y está alojada en él. Lógicamente M. ha terminado comiéndose las lentejas en casa y llevándose el resto para las compañeras. Pero el caso es que, mientras comía, me ha estado contando un poco su día a día, sus miedos, las asambleas, reuniones, la denuncia que les ha puesto La Caixa y las negociaciones. Ellos exigen algo tan básico como un alquiler social en su barrio, en ese edificio vacío. Algo tan básico y tan lógico que da hasta vértigo pensar lo lejos que estamos de ellos. Pero que una mujer de casi sesenta años llegue a su habitación, agotada por la presión y la tensión, con mucho apoyo y todo el cariño del barrio, pero con una chepa llena de malas circunstancias... mientras todos esos personajes se lo están llevando crudo... es como para revisar ciertas convicciones. Para los que aún tengan otras... Digo.

Pequeñas enormes amistades

Tengo un amigo que es una de esas personas insólitas, que en grupo parece que se diluyen, pero si te fijas, son los que lo mantienen unido. Y hacen verdaderas barbaridades porque así sea. Barbaridades sutiles, de esas que parece que no ocurren, pero que, sin ellas, desaparecerían muchos de los afectos que nos unen a los otros.

Un lunes de mierda

Me siento muy infeliz. No me gusta la casa en la que vivo. Trabajo demasiadas horas en cosas que no me interesan y no gano lo suficiente como para hacer algo más que sobrevivir. Convivo con dos personas que para mí son dos extraterrestres, y nada de lo que hago para distraerme me llena en absoluto. La cocina es tan fea que nada de lo que hago sabe como debería. El barrio me es absolutamente ajeno, y la ciudad hostil. Y no sé por dónde empezar a meter el pico y la pala para solucionar esto. Mi vida no me gusta, tengo que empezar a cambiarla y no sé por dónde empezar.

cada vez menos




Cada vez me importan menos cosas.

Cada vez intento que sea mayor la criba.

Cada vez me apetece más convertirme en mi propia sombra.

duda


Tengo una duda. Pero no sé si debo darle más vueltas. Porque si lo hago, a lo mejor me termina preocupando demasiado. O puede que no. Puede que sólo me lo plantee. Aunque a lo mejor me obsesiono. Pero no sé, creo que obsesionarse no es bueno. Aunque depende, no sé. A lo mejor sí hay determinadas cosas que deban obsesionarme. Pero, ¿cuáles? Desde luego mi duda no me obsesiona. ¿O sí? Porque si fuera lo contrario, no le estaría dando vueltas ahora. Aunque tampoco le estoy dando tantas vueltas. No tantas como me planteo otras cosas. No sé. A lo mejor lo tengo todo bastante claro pero aún no me he dado cuenta. No creo. Supongo que si tuviera algo claro me daría cuenta. Eso espero. Así habría algo por lo que no estuviera dudando.

Sobreactuada

A veces tu cabeza exagera las cosas sin permiso. Y ante tu asombro, escuchas cómo salen palabras de tu boca que ni siquiera piensas. O tomas decisiones que ni te van ni te vienen. O te pones tensa por auténticas estupideces. A veces tu cabeza exagera, sobreactúa, se pone histérica, y el resto de tu cuerpo observa con admiración las grandes aptitudes teatrales que tienes.


un orgasmo


Llevo muchos días seguidos trabajando demasiadas horas. He llegado a un punto en el que mi cerebro no funciona como lo hace siempre. Me da sorpresas. A veces parece que se resbala y me mareo un poco, y otras palpita, como empujando por salir de mi cabeza. Y hoy, hoy me ha ocurrido una cosa muy extraña. Iba a cruzar la redacción del periódico, llevaba un yogur en una mano y en la otra una cuchara. Entre gritos, risas, pantallas, luces que se encienden y se apagan, pasos y dedos tecleando, abro el envase y avanzo, me llevo el cubierto a la boca, alguien me empuja, y de pronto, en mitad de un sitio tan feo, con tanto polvo, en ese espacio cerrado con el aire viciado, se me cae una gota helada sobre un pezón, un escalofrío me recorre todo el cuerpo y se me abre el cerebro. Cierro los ojos, respiro profundamente, sonrío de placer, y vuelvo a la realidad sin que nadie se haya dado cuenta de que casi tengo un orgasmo.

público

Revista LIFE, 1952

Un polaco viene a España a buscarse la vida. A través de un conocido consigue su primer trabajo. Es fácil. Sólo tiene que montarse en un autobús, y a cambio de 10 euros, un bocadillo y una botella pequeña de agua, paseará de televisión en televisión, haciendo de público en unos cuatro programas al día. Una mujer musulmana se le sienta al lado. Él le da su bocadillo de queso, ya que a ella le ha tocado uno de fiambre de cerdo. Y al salir les dicen que no vuelvan. Como no conocen el idioma, no se han reído ni han aplaudido cuando se suponía que tenían que hacerlo.

cartas de suicidio

De pequeña, en cuanto me sentía infeliz, me encerraba en mi cuarto y escribía una carta de suicidio. En ella me despedía de todo lo que más quería. De mis padres, de mis tortugas, de mis amigas, de mis juguetes, de mis discos, de mis primos. La lista era tan larga, que si tuviera que hacerla ahora mismo, probablemente terminaría pensando seriamente en el suicidio.

el local


Llevaba muchos años comiendo en ese lugar. Allí había compartido cigarrillos, botellas de vino, platos de pasta y alguna conversación vulgar. A veces también iba solo, leía la prensa, miraba por la ventana y veía la gente pasar. Tenía camisas manchadas de salsa, servilletas en los bolsillos con el nombre del local.
Un día, nada más entrar, el dueño quiso hablar con él. En privado, le dijo. Le siguió hasta un almacén destartalado, y allí se lo comunicó. Iban a cerrar el local, pero no sin antes devolverle lo que era suyo. Le entregó una polvorienta caja de cartón, y se despidieron tristemente.
Hasta la noche no pudo tener la suficiente tranquilidad para abrir la caja. Estaba llena de fotografías de desconocidos sentados en aquel local. Todos manchados de salsa, mirando por la ventana, viendo a la gente pasar.

escribir

A veces, para escribir, me pongo una canción. Entonces describo lo que me va saliendo, como un estado mental que tengo que exagerar para que pueda ser descrito. Algunas canciones me ponen increíblemente triste, pero esa tristeza sin lágrimas, que te mueve a torcer lo que te viene dado, como si cogieras una gota de agua y la pusieras en tu cara fingiendo llorar. Una tristeza que te inventas y promueves, porque la alegría es mucho más difícil para mí de describir.

hipo

Tengo hipo. Así, de repente. Desde hace un rato. Y no puedo pensar en otra cosa. Pero a veces bostezo también. Y fumo. Y he echado el humo en pleno bostezo, me ha salido hipo, y me he atragantado. Entonces al toser, con otro hipo, he hecho un rugido muy raro. Como de animal grande y peludo. Y justo ha venido alguien. Y me mira raro. Y yo sigo tosiendo, con hipo, y con público. Así que me da la risa. Y cuando me río con hipo sueno como un cerdo. Y cuando fumo, parezco un jabalí. Y no puedo parar de reirme. Y hay uno que no para de mirarme, riéndome, rugiendo y echando humo por la nariz.

En Barcelona

Estoy en Barcelona. He huido del trabajo a la hora de comer. Quería ir sola a un sitio al que tenía ganas de volver. A hablar con el dueño. Pero está cerrado. El dueño está comiendo en el bar de enfrente. Yo estoy cerca de él. Me ha saludado y todo eso, pero no me vale. Quería estar dentro, revolviendo cosas, escuchando su música, y hablando con él.