Un cuento del tío Domingo

El Tío Domingo podría ser un personaje de leyenda. Casado con la mayor de las hermanas de mi madre, estaba marcado por la suerte de modo tal que nunca hubiera acertado 13 puntos en un PRODE ni completado un cartón en un bingo, claro, tampoco nunca hubiera errado los 13 partidos ni tenido un cartón completamente en blanco. Podría haber sido fundador de la "Asociación Meados por los Perros" y le cabía perfectamente el dicho "si pongo una fábrica de sombreros la gente nace sin cabeza".

Quedó huérfano siendo muy jovencito y con bienes que no tenía idea de cómo manejar, le fué mal y, cuando estaba enderándoze, le cayó arriba la crisis del '30. Tuvo que abrir la tranquera y dejar salir las vacas porque no tenía qué darles de comer y así, su patrimonio se fué caminando por las banquinas triscando lo poco que encontraba.

Cómo y de qué vivió hasta la época en que empecé a tomar contacto frecuente con él no tengo idea. Ese contacto, y esta historia, es de la década de 1960 y la cuento ahora porque todavía hay muchos testigos que pueden corroborarla, y necesita testigos porque si me fuera contada a mi mismo en el contexto actual, simplemente no la creería.

Por esos días veía al tío Domingo como un hombre avanzado en edad, con mucho pelo muy canoso y siempre de buen humor, muy compañero de mi tía Ida, con pelo teñido de negro, cejas delineadas con trazos muy finos y muy "requintada". Vivían en Santa Fe capital donde uno de sus hijos, el primo Tino, tenía una joyería de cierta importancia.

Como los viejos se aburrían viviendo en un departamento interno y tenían ánimo de trotamundos, el primo Tino tuvo de brillante idea de comprarles un Ford T, cargarlo con valijas repletas de joyas y relojería y encomendarles la tarea de "viajantes".

El primer viaje fué hasta Devoto, el segundo hasta La Francia, en el tercero llegaron a Porteña. En cada salida iban expandiendo su radio de operaciones hasta llegar a Posadas (sí, Misiones). Les iba bien y al poco tiempo cambiaron el Ford T por un Ford A y, claro, completaban el circuito mucho más cómodos y más rápido. Les siguió yendo bien y, al momento de su retiro del negocio, viajaban en un Fleetline mod. 1952 que (¡atención!) tenía encendedor, radio, levanta cristales eléctricos, aire acondicionado y caja automática.

Me quedó muy grabada la época del Ford T y del Ford A por algunas razones:

Primera. Fué el tío Domingo el que, por primera vez, me hizo sentar en el asiento de conductor del Ford T para enseñarme a manejarlo, cosa imposible porque yo era muy pibe y había que ser muy macho para manejar un Ford T ya que, como todo el mundo sabe (es decir, todo el mundo que tenga suficiente edad), el Ford T no tenía caja de cambios sino bigotes. No me fué mejor con el Ford A porque, si bien tenía caja de cambios, no era sincronizada y se necesitaba mucha práctica y mucho oído para hacerla andar... y se me ocurre ahora pensar que, si las mujeres son capaces de arrancarle un quejido a una caja actual, a una de Ford A le sacarían un coro de lamentaciones.

Segunda. El modus operandi consistía en recorrer la zona rural, campo por campo, ofreciendo su mercadería con las valijas abiertas en el asiento del auto, en cada bandeja anillos, cadenitas, pulseras, prendedores, etc., de oro, platino y plata, relojes suizos genéricos y de marcas como Omega, Bulova y Rolex, también relojes automáticos japoneses que eran una novedad (y por entonces una porquería) como Citizen y Sheiko. Nunca un asalto, una amenaza, o alguien que no pagó. De tantas visitas surgieron muchas amistades con las cuales y durante mucho tiempo, fui el mensajero en el intercambio de saludos, una de esas amistades fué Juan Righero, un cerrajero al que no había caja fuerte que se le resistiera, aún si estaban porfiadamente trabadas.

El caso es que, con el tiempo y la amplia geografía que cubría el tío Domingo se transformó en portador de mitos, creencias, anécdotas e historias de cada pueblo recorrido, y recuerdo particularmente esta:

Contaba el tío Domingo que una vez, en la entrada de un pueblo del Chaco, se encontraron con una gran cartel que decía:

¡EL PROXIMO SÁBADO, A LAS 17 HS., EN EL SALÓN DE LA SOCIEDAD ITALIANA,
ESTARÁ AQUÍ!

Y también lo vieron en varios lugares del pueblo. Quisieron averiguar de qué se trataba pero en el hospedaje donde pararon (que también era boliche, comedor y estafeta postal) nadie sabía nada, y si no lo sabían ahí era porque nadie lo sabía.

El asunto es que el viernes aparecieron carteles que decían:


¡MAÑANA ESTARÁ AQUÍ, A LAS 17 HS. EN EL SALÓN DE LA SOCIEDAD ITALIANA!


El amanecer del sábado encontró al pueblo empapelado con letreros que decían:


¡HOY ESTARÁ AQUÍ A LAS 17 HS. EN EL SALÓN DE LA SOCIEDAD ITALIANA!


El sábado por la tarde, el tío Domingo y la tía Ida fueron, como todos los lugareños, a hacer la larga cola para conseguir su entrada. El salón estaba repleto y frente al telón del escenario un cartel anunciaba:


¡YA ESTÁ AQUÍ!


Con la gente ansiosa en extremo, llegan las 17hs., se plegó el cartel que estaba frente al telón, se corrió el telón y, al fondo del escenario, muy grande, otro cartel decía:

¡YA SE FUÉ!


Me lo contó el tío Domingo, en los caminos rurales de Porteña, mientras bigoteaba un Ford T cargado con platino, oro y plata.